El monte
El monte era el paisaje perenne que nos ofrecía cada día la vistosa y natural combinación de yuyos, árboles y palmas. Estaba frene a la casa, camino por medio. Lo recuerdo en sus detalles; junto al alambrado que lo cercaba, corría una zanja ancha y despareja. Cruzar la zanja y el alambrado para adentrarse en su territorio era ya el comienzo de una aventura.
Al otro lado estaba el monte, silencioso a veces, rumoroso otras, hablando con voces desconocidas casi siempre, ya fuera un silbo, un chasquido, un arrullo, un aleteo, un piar, un choque contra el suelo de algo indefinible.
El monte señorial y umbrío, cobijo de mil bichos, sede de mil yuyos, reino de árboles y palma, de enredaderas y hongos, de frutitas y raíces dulces, estaba ahí, ofreciendo su realidad total en vegetales y animales, regidos solamente por las leyes del Creador, sabio y providente en un justo equilibrio de especies.
Encerraba un misterio en cada árbol con nido en las ramas, o en huecos de los troncos, y una curiosidad en las palmas caranday agresivas y desalineadas que florecían como los nardos con varas altas, de blanca floración y de tiernos cogollos, que comíamos, ahí nomás, junto a la palma, cuando alguien blandiendo hacha y pala le extraía el corazón de los retoños. Las gallinas de la casa solían anidar entre las palmas. Quién escuchaba el cacareo de una ponedora en el monte, corría para detectar el nido y retirar el huevo recién puesto; había que ganárselo a iguanas y comadrejas.
De las copas de los árboles colgaban los nidos de loros, camuatíes, camachuises -decíamos nosotros- lechiguanas de dulcísima y suave miel, panales de camatás en forma de torta, ¿recuerdan? El camatá es esa avispa del camajú que, en rápido vuelo, se introducían en el orificio que sólo ellas conocían a ras del suelo.
El olor del monte no se olvida; en las primaveras, cuando amarilleaban los espinillos, el perfume del aromito saturaba el aire y por las noches, el olor del zorrino nos inundaba. El romerillo y el chañar sumaban su aroma a ese ambiente campesino, húmedo de roció.
Los árboles eran los reyes de ese predio generoso: los algarrobos altos y un tanto desgarbados sobresalían entre sus vecinos; eran la sede o el mirador que chimangos y caranchos usaban para avistar sus presas, que más de una vez fueron los pollos que criaba mi madre. El ñandubay duro y resinoso, el tala y el chañar se defendían con espinas y no nos eran simpáticos. ¡Cómo nos maravillaba la flor del mburucuyá, con su místico simbolismo! Y nos tentaba el pisingallo con su frutita dulzona o el tas, con su fruta-flor guardada en verde cofre de dos tapas.
Conocíamos los niditos por el formato y el material con que los hacían sus dueños, algunos construidos con leyes de ingeniería ancestrales, otros, apenas sostenían los huevitos; la diferencia era evidente entre la casita del hornero y el nido de la paloma. Sabíamos que el tordo y el morajú usaban nidos ajenos y que las víboras se refugiaban en los nidos vacíos y viejos.
En los amaneceres, cuando el sol coloreaba las nubes en el horizonte, el monte despertaba exultante, con un verdadero concierto; los pájaros se daban a la diaria tarea de saludar a la naturaleza, los benteveos o pitanguás, chorlitos, cardenales y calandrias, tacuaritas, zorzales y palomas, churrinches, pirinchos y chiviros, loros, crispines y caranchos, cada uno aportaba su canto, su arrullo o su gorjeo, su trino, su graznido; a ellos se sumaban las monótonas chicharras y el mangangá zumbón, el silbo de la perdiz y el grito alerta de los teros.
En los días de amasijo era una rutina ir al monte en busca de leña para el horno. Cuando alguien de la casa se sentía mal, también recurríamos al monte, buscando paliativo, y allí estaban, providenciales, la carqueja, la lucera, la zarzaparrilla, el sauco, salvia y malvas. A cambio de todo, el monte exigía respeto: para entrar a él había que cubrirse la cabeza, brazos y piernas, él se encargaba de que así fuera con tábanos y mosquitos.
En los viernes santos, cumplíamos la tradición: salíamos todos, como en procesión, hablando bajo, palo en mano, luego de las tres de la tarde, hora de la muerte de Cristo, rumbo al monte, a matar víboras. Caminando por ese terreno siempre desconocido, podía sorprendernos la culebra, la venenosa yarará, o la víbora del coral, tan vistosa como temible, siempre con los perros llevándonos la delantera, explorando cuevas y avisando con ladridos cortos, lo que consideraban peligroso.
Ese reino que era nuestro vecino, y que no nos pertenecía, se transformaba a la noche. En las sombras, el monte era otra cosa, las ranas y los grillos se adueñaban del ambiente, los árboles y las palmas se desdibujaban. Teníamos la sensación de que nos observa con ojos de animal y que palpitaba al ritmo que marcaban las luces de las tucas. Imponía sobremanera su misterio cuando asomaba la luna por entre las ramas y el chistido de la lechuza nos estremecía y llamaba nuestra mirada, sigilosa, hacía el ámbito montaraz en penumbra, ahí nomás, al otro lado del camino.
En mis noches de insomnio, que, gracias a Dios, son pocas, suelo volver con la imaginación junto a aquel alambrado, al borde de la zanja profunda y veo el monte ubérrimo: allí está la palma del tierno cogollo, el algarrobo de triple horqueta, allá el ñandubay señor de la madera, y aquí, junto a mi mano, un espinillo florecido que amigablemente me ofrece sus ramas cubiertas de aromitos, que recojo en mi mano, como una ofrenda que la naturaleza le hace al hombre, a cambio de amor y respeto, y un perfume de romerillo en flor inunda mi alma.
Este recuerdo me hace bien y me da paz. ¡Esto es bueno! El monte ha fijado en mí profundamente el significado de querencia y esto también es bueno ¡muy bueno!
Amalia Celia Troncoso de Scatena, “Evocaciones de una maestra entrerriana”, Ediciones del Clé, Paraná, 2008, pp.35 – 38.