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Día de Ánimas

A fines de octubre las tareas de la casa adquirían un ritmo distinto. Había que hacerse el tiempo necesario para las costuras: alguna prenda nueva para los mayores, reformar otras para darles apariencia renovada o adaptar a talles menores las ropas de los gurises más grandes para que, remozadas, las lucieran los más pequeños.

La tarea propia de esta época del año era hacer flores, ramos y coronas de papel. Sobre la mesa, se veían rollos de papel crepé de colores llamativos y fuertes, alambres, recortes, engrudo. Con esos elementos, las manos de la madre, múltiples y habilidosas producían verdaderas preciosuras: enroscaban el papel, lo plegaban, lo estiraban, lo redondeaban dándoles así forma a los pétalos de claveles, rosas, nardos, crisantemos, margaritas, todos apoyados en los cálices verdes. Las coronas se armaban sobre aros de alambre, mezclando flores y colores y debían estar listas para que los “dolientes” pudieran disponer de ellas el 2 de noviembre, día de ánimas, en el cementerio de Hasenkamp.

Llegada la fecha, tempranito se hacían los quehaceres impostergables y luego, toda la familia emprendía la marcha hacia el cementerio en sulky o en carro de cuatro ruedas. En estos últimos solían trasladarse hasta dos familias con todos los gurises a cuestas, los que, con gran algarabía, lucían la “ropa nueva” preparada especialmente para la fecha. Se agregaban asientos-tablones y el carro se convertía en transporte colectivo. Casi nadie tenía auto, de modo que, llegando al pueblo, la caravana de carros aportaba a la quietud y a la paz pueblerina, el ruido de balancines, el repiquetear de los cascos, la polvareda…

En el carruaje, además de la gente, se cargaban los paquetes de velas, las coronas y ramos, una damajuana con agua, una sobrecama para hacer sombra, sombrillas y los implementos para el mate, empanadas, alguna carne asada, pastelitos o fritos y alfalfa para los pingos. Había que llegar temprano para “ganar sombra”. Era sabido que, al costado del camino, frente al cementerio, había pocos árboles, de modo que la sombra era escasa.

Ya en el lugar, arrimado el carruaje al alambrado, la familia en procesión se dirigía a las tumbas de los familiares directos. La congoja se apoderaba especialmente de las mujeres que prorrumpían en llanto, más sonoro cuanto más cercano era el fallecimiento. Esto se hacía evidente, primero, por la ubicación de la sepultura -los últimos eran los primeros- y segundo, por el luto riguroso de los mayores. Las señoras vestían de negro absoluto: medias, mangas largas y cabeza cubierta con un pañuelo. Los hombres llevaban sombrero con cinta, brazalete, esquinero en el bolsillo del saco y borde en el pañuelo de mano. Todos estos detalles, por supuesto, en color negro.

El rito de la visita se cumplía ceremoniosamente: la oración familiar, el beso a la fotografía, la limpieza del pequeño monumento, el encendido de velas, el silencio respetuoso, espontáneo, la colocación de las coronas y ramos en la cruz de hierro forjado. Luego se “oía” la misa celebrada en la Cruz Mayor y de ahí se partía a visitar las sepulturas de parientes, amigos, conocidos y vecinos. Para cada uno se disponía de un ramito de flor de papel. Llamaba la atención las tumbas olvidadas y viejas, siempre parecían inclinadas.

Al mediodía todo el mundo volvía a los carros. El sol abrasador de un verano que aún no había llegado al almanaque, pero que, en realidad, quemaba los pastos, la tierra, la piel, agobiaba a la gente que se cubría la cabeza con pañuelos, toallas o sombrillas.

Junto a los carros los hombres y los caballos reponían fuerzas, espantando las moscas con trapos y a los manotones la gente y a los coletazos los pingos. El carro había facilitado elevar una precaria e improvisada carpa. Era el momento de los saludos a los conocidos que estaban cerca.

En cada apostadero se agrupaban los amigos… el clima iba distendiéndose, la conversación se hacía cada vez con voces más altas y despreocupadas…

Desde un grupo, un grito opaco, casi susurrante auguraba una bailanta improvisada.

El acordeón rompía con su música y un chamamé cadencioso, tímido al principio, se iba apropiando del aire, del lugar, del espíritu de la gente sencilla que no le ponía fronteras a las lágrimas, a las sonrisas, a la pena, a la alegría. Porque era eso ¡gente simple! No faltaban, sin embargo, las miradas azoradas de quienes, meneando la cabeza, susurraban una crítica y con gesto de incomprensión trataban de ver quiénes eran los osados que no respetaban ni a los muertos, ni al lugar sagrado, ni al dolor ajeno. Y así expresaban su sorpresa diciendo:

_Qué cosa, che, a lo que hemos llegado.

En ese lugar la bailanta no prosperó y al igual que un pájaro inocente, el fuelle del acordeón se fue apagando hasta quedar en silencio…

A la tarde se visitaban otra vez las tumbas, se limpiaba la cera de las velas, se ponía agua nueva a las flores naturales que eran las menos, se lustraba las fotografía, se balbuceaba un pequeño discurso de despedida, en ronda, se rendía un último homenaje y un llanto sentido sellaba la promesa del recuerdo eterno.

Ya junto a los carros el mate era la excusa, el punto de equilibrio del reencuentro entre vivos y muertos. Lentamente se emprendía el regreso, otra vez la caravana, levantando polvareda…

Analía Celia Troncoso de Scatena

de su libro “Evocaciones de una maestra entrerriana” Editorial de Entre Ríos – 2003

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