Familias,  Personajes

Mi padre, el herrero

La mesa abierta en aromas extiende su abrazo de platos con un sol de panes tibios anunciando el mediodía. Sobre las cinco cabezas se multiplican las manos en maternal movimiento. Crecen los platos en sahumerios calientes perfumándolo todo y las cucharas comienzan el viejo rito familiar. Por entre los sorbos se escapan y cruzan furtivas miradas con casi infantiles sonrisas, misteriosas de secreto en común.

A una señal de la entrecana cabeza, corre el más pequeño y vuelve jadeante y serio y… “Para vos papá”, murmura nervioso y con miedo de no recordar el discurso tantas veces ensayado y entrega un diminuto paquete con un beso prolongado. Un silencio breve se trepa a la mesa y sobre ella queda el regalo, casi perdido entre dos manos enormes, como un pequeño gorrión herido…

Es un pequeño paquete de un domingo distinto de todos, entre unas manos que hablan de la vida de un hombre.

Manos grandes, demasiado grandes para la caricia, surcadas de cicatrices antiguas. En ellas hay recuerdos de siembra en un lejano tiempo de trigo y reja abriendo tierra y un sueño de guitarra atardecida cuando los dedos eran jóvenes y gustaban de acariciar las cuerdas. Pero la guitarra se quedó hace mucho tiempo, allá, junto al arado y las espigas, cuando dejó el campo abierto para construirse junto a su compañera, con una ilusión de hijos y porvenir distinto, nuevo.

Conocieron sus manos las mañanas de gorriones por el pueblo y cambiaron la siembra y el rumor del ganado por el martillo y el calor de la fragua. El yunque elevó cada día la eterna canción del hombre y el metal. Aprendieron el oficio del herrero.

De su tiempo lleno de esperanzas le nacieron cuatro retoños, hijos de sus ojos y de los de aquella que acompañó sus noches con embrujo de luna amanecida. Pocas veces cuando correteaban en su taller, acarició esas cabecitas morenas. Eran demasiado duras esas manos para conocer delicadeza y caricia.

Y un día, sin saber muy bien cómo, comenzaron a crecer sus pichones… y a volar. Uno quiso ser cura, otro técnico, el otro se perdió entre marchas militares y el mayor siempre habla de poesía.

A todos dejó ir y volver, probar de nuevo y quemar ilusiones. A todos esperó a su lado con su saludo alegre, su mirada calma, acariciándose el bigote entrecano y algún consejo deshojado al paso.

Siempre hablando más con silencios que con palabras. Demostrando, más que diciendo, con su volver siempre al taller, al hierro y al trabajo duro. A ese trabajo que le había endurecido la piel, las manos y la caricia, que iba doblando su espalda como una barra al rojo en la bigornia, pero que era su pan y sus hijos, su vida.

Y así fue juntando heridas en sus enormes manos. Cada una de esas cicatrices, cada surco de tiempo por la piel, es el itinerario de una larga vida de dar amor.

Manos callosas. Manos grandes, demasiado grandes para la caricia. Manos que ahora tiemblan, manos que levantan firmes el martillo cada día. Manos que conocen su oficio duro y que ahora, apretando un paquete, son infinitamente torpes para desatar los hilos. Quisiera decir algo, pero no atina a nada, sólo mirar fijamente el pequeño regalo. Hay algo que arde en sus ojos, algo que reseca su boca, algo por dentro que le desata los nudos de la emoción.

Al levantar las copas en el brindis sus manos parecen más pequeñas, más suaves, más hermosas…

2 Comentarios

  • Nestor José WASINGER

    Estimado Amigo Alberto. El corazón rejuvenece y la mente trasciende el umbral del agradecimiento al contemplar y meditar cada palabra en donde eriges una obra de ternura y bondad en honor a tu Padre. El placer de revivir aquella etapa de nuestra vida compartida en donde pude conocer a tus Padres a través de tu misterio insondable, que se hacía luz en la emoción de renombrarlos, eso y solo eso te hace inmensamente Hijo y a mí, inmensamente feliz. Cordial abrazo amigo del camino y de la vida

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *