Maestro Guito Estéfani
De repente, en las calles del recuerdo hay una inesperada quietud. En lo del Gringo Sosa, en La Cambicha, en los galpones de Stagnaro y en las viejas pistas, un largo silencio se ha aquietado en el polvo.
Un acordeón enmudecido llora lentas notas de despedida.
Era viernes el 10 de septiembre de 1937 cuando nació como Santiago Nicolás, pero pronto el diminutivo de su nombre conservaría el Guito final que lo acompañaría por siempre. Era el primero de diez hijos en la familia de los Estéfani, avicultores que habían recalado en la, por entonces, prometedora estación Las Garzas.
Con sus abuelos genoveses había venido la música en forma de acordeón y estaba presente en todas las reuniones familiares y en improvisados encuentros con los vecinos.
Algo su padre, pero especialmente el tío Tino fue su gran maestro apenas vio que ese gurisito de cinco años que se esforzaba por sostener un acordeón casi tan grande como él, sabía tejer acordes de apenas oírlos.
Fue el mismo Tino quien le regaló un instrumento más apropiado a su tamaño y le enseñó todo su saber. Y el pequeño acordeonista estuvo en cada acto escolar y en toda reunión bailable, en su casa o en el pueblo. Allí lo vio Lanzi, un violinista que tenía su conjunto en la ciudad de Bóvril y lo contrató para sumarlo a su orquesta.
Cada sábado, solo con su valija, su acordeón y sus diez años se subía al Ciudad de Colonia atravesando los caminos polvorientos hasta la terminal de Bóvril donde lo esperaba Lanzi. Se hospedaba en su casa donde repasaba el repertorio y era tratado como un hijo más de esa familia. Unos siete años duró su empleo como músico, hasta que el grupo se disolvió a mediados de los años 50.
Entonces su tío Tino le propuso crear su propio conjunto a dos acordeones, más la guitarra de Pacho Sánchez y un joven de María Grande que tocaba la batería.
Comenzaron a surgir los contratos y las actuaciones en bailes donde reinaban el tango, el foxtrot, el paso doble, el baión y el vals.
En Hasenkamp, el pueblo vecino que crecía cada día, iban a inaugurar el Banco de Entre Ríos y, gracias a la intervención del Dr. Ferro y de Bartolo Battisti, obtuvo un puesto en 1960. Desde entonces, y por treinta y tres años en que le llegaría su jubilación, sería bancario de lunes a viernes y músico los fines de semana.
Cuando en 1964, ya cansado de tanto trajín, el tío Tino abandona la banda, solo le queda armar y dirigir su propio grupo. De allí se van a suceder los viajes constantes, los incontables escenarios y las formaciones.
En distintas agrupaciones pasaron por el conjunto Moncho Aguiar, el Negro Riquelme, Cacho Schneider, Jorge Jofré, Lito Hernández, Bubi y Carlos Salamone, los tres hermanos Battisti de Seguí, Jorge “Morsi” Batistti, Mateoda, Bochita Luna, el Tuqui Aquino, Nicolás Muller, José Luis Andreotti, Cuchu Leiva y tantos otros. Entre ellos sus hijos que, tan niños como había empezado él mismo, se sumaron a la banda.
Con los músicos también se sucedieron los nombres del grupo: Estéfani y su banda, y sus electrónicos, y su conjunto, hasta la última Super banda de Estéfani.
Fueron interminables los kilómetros andados cada fin de semana en la celeste camioneta Chevrolet de Manfredi o en el Rambler cross country que podía acumular cinco músicos, equipo de sonido, acordeón, piano, guitarra y bajo para recorrer cualquier camino de la provincia y aún más lejos.
Desde el tiempo en que las pistas tenían cercos de lona o arpillera a los costados, faroles para la escasa iluminación y equipos de sonido a batería. Los bailes eran los sábados y el domingo se hacía el llamado “pic-nic” que terminaba a la medianoche. Hasta tres horas de actuación continua, en las noches veraniegas o con temibles heladas invernales.
Tantos lunes llegó sin dormir a su empleo bancario que se extendía hasta el sábado siguiente. Interrumpido por un ensayo semanal donde no había partitura, solo oídos y los arreglos se acordaban entre todos.
Tiempos en que el contrato era de palabra y se respetaba solo con un llamado telefónico donde se arreglaba la fecha y el pago.
Su fama se fue afianzando y su presencia en cualquier baile era garantía de éxito, en Piedras Blancas en lo del Gringo Sosa, en La Cambicha, en Alcaraz Norte en la pista del Rojo Collaud, en lo de Luquita Manfredi o en los galpones de Stagnaro.
Actuó en la pista de Mitre, luego el bar de Vallejo, el cine de Coti, en la Posta del Nogal, en la pista de Gallo camino a Las Garzas, en el club Atlético o en los grandes bailes de carnaval del club Sarmiento junto a Géminis de Crespo que reunía a miles de personas después del corso.
Los contratos lo llevaron por Mojones Norte, Villaguay, Concordia hasta San Jaime de la Frontera o a la pista grande en la curva antes de llegar a Cerrito que desde las siete de la tarde llegaba a reunir a más de dos mil entusiastas bailarines.
Muchos años de acumular historias que se seguirán contando en las reuniones y habrá que escribirlas para que no se pierdan en el olvido. Como la ocasión en que alguien armó el palco junto al corral de los chanchos y en medio de la actuación, el Negro Riquelme, les abrió la puerta y los cerdos invadieron la pista creando un desbande general.
O en la pista de doña Micaela Sotelo, pasando el Guayquiraró, donde solía armarse lío con la policía y tuvieron que salir huyendo cuando relucieron los cuchillos y sonaron los disparos.
Los bailes de La Paz eran sus preferidos, una o dos veces al mes se hacían en el club Unión y en el Comercio. Tocaba Gasparín en un club y ellos en el otro, aunque competían, se llenaban los dos clubes.
También llegaron las satisfacciones de las primeras grabaciones, los casetes y luego los discos junto con la distinción en la peña oficial del festival de Cosquín con Ñanderetá.
En un baile en lo Pezoa conoció a la Negu Salamone, que sería su compañera desde entonces y luego vendrían José Carlos, Javier y Santiago para prolongar su nombre y, a su manera, estirar su camino.
Una vida puede parecer tan breve cuando ya ha transcurrido y, sin embargo, acumular tantos recuerdos, tantos relatos de interminables caminos recorridos con el acorde de un festivo acordeón. Porque a esa vida se le unen las innumerables historias de los que construyeron o desarmaron sus vidas al ritmo de su música en una pista de baile.
El acordeón del maestro Guito se ha cerrado en una breve quietud, pero sin condena de silencio, porque hay demasiados corazones que le deben buena parte de los mejores momentos de su porción de felicidad.