Con B de bueno
A monseñor Herminio Bidal lo conocí en el año 1967 cuando nuestro párroco importado de Francia, el padre Juan Baqué, lo invitó a dirigir un retiro de tres días para los miembros de la Legión de María.
Desde un primer momento me impresionó la sencillez, el fervor y la autoridad con que exponía cada tema. Su enorme figura de casi dos metros imponía respeto, pero bastaba escucharlo para sentir su bondad y su experiencia de vida. En sus relatos se destacaba su sabiduría y su santidad.
Durante tres años, mientras estuvo el padre Baqué, vino a dar las charlas en esos encuentros. Luego, por un tiempo, perdí el contacto con él, hasta que por pedido del arzobispo Adolfo Tortolo aceptó ser el párroco de nuestra comunidad. Hacía más de un año que la parroquia no tenía sacerdote por lo que su llegada en 1975, para nosotros, fue un regalo del cielo.
Había sido rector del viejo Seminario de Paraná y párroco de la iglesia Sagrado Corazón, pero ya se había retirado y vivía en una habitación del piso superior del arzobispado. Un día se sintió enfermo y estuvo tres días sin que nadie fuera a verlo por lo que decidió que mejor sería irse a alguna capilla de pueblo chico o de campo donde, según él contaba, alguna vieja diría: “El cura no ha salido hoy, vamos a ver qué le pasa”.
Quería ir a Alcaraz, que en ese tiempo era solo una capilla, pero el arzobispo le insistía una y otra vez con la necesidad de cubrir la parroquia de Hasenkamp que ya hacía tiempo estaba sin sacerdote.
Aunque creía que era una parroquia muy grande para su proyecto de retiro tranquilo, finalmente accedió y así llegó a nuestro pueblo, poco convencido, pero del cual ya no querría irse.
Durante su tiempo como nuestro párroco fui su ayudante, en los trabajos que hacía me controlaba con gestos y palabras y me llamaba cariñosamente “la Teniente”.
Su carácter era firme, pero sin herir a nadie, convencía con sus palabras y la expresión de sus ojos celestes. Aparecía como duro por fuera, pero era muy tierno y comprensivo por dentro. Impactaba su aspecto de hombre grande y fornido y, tal vez por eso, costaba arrimarse un poco a él, pero qué difícil era alejarse luego. Uno podía estar horas escuchando sus palabras, chistes y consejos con la sabiduría de los sabios santos.
Todo pasaba por su control y conocía cada detalle de lo que ocurría en la parroquia. Sus homilías eran sabias y sencillas y hasta la persona más simple las podía comprender.
Al poco tiempo de llegar fundó la Acción Católica y logró reunir una gran cantidad de jóvenes que lo querían mucho.
Su fuerte más destacado era la catequesis. Preparaba a las catequistas en una reunión semanal para el desarrollo de cada lección, pero en los últimos dos meses se hacía personalmente cargo de las clases. Muchas veces las daba sentado a la sombra de unos árboles. Después de una hora de catequesis, los chicos tenían un recreo de quince minutos para jugar. Al terminar entraban con gusto a la clase y atendían con interés las enseñanzas salpicadas con algunas experiencias o anécdotas de su vida.
Nosotras, las catequistas, por nada del mundo nos perdíamos esas clases. No sé cómo ocurría, pero los chicos parecían estatuas escuchando, preguntando y la clase se hacía muy llevadera.
Por la noche daba clases de religión (así las llamaba) para personas mayores. Durante una hora exponía sobre el manejo del Antiguo y Nuevo Testamento, catequesis o cualquier otro tema religioso y luego teníamos media hora para hacer preguntas de aquello que no tuviéramos claro del tema.
En un viejo mimeógrafo hacía los apuntes que entregaba cada noche después de la lección a las más de cuarenta personas que asistían los lunes, martes, jueves y viernes ya sea en verano o en pleno invierno.
Prefería no salir por lo que no visitaba a las familias, salvo que fuera un caso de enfermedad, pero todos sabían que se lo encontraba en la casa parroquial o en el confesionario donde pasaba horas y horas. La comunidad se acostumbró a esto y venían a confesarse o a consultar sus problemas.
Le gustaban mucho las plantas y los animales. Había logrado una enorme parra que se extendía en una gran enramada. Seguramente lo había aprendido de su familia de San José que cultivaba viñedos sobre la costa del río Uruguay.
También tenía su propia huerta donde cultivaba las verduras que utilizaba en su alimentación. Le dedicaba tiempo y mucho trabajo y a veces lo veía muy cansado, hasta que lo convencí de contratar a alguien para que le moviera la tierra de los almácigos que era el trabajo más pesado. El hombre que consiguió tenía unas herramientas muy precarias, pesadas y rústicas, mientras que las de Monseñor eran muy buenas y apropiadas.
Yo siempre luchaba, y hasta ahora, con mi amor propio que no me dejaba crecer y él me decía: “Ese amor propio va a morir quince minutos después que vos”. Una mañana me esperaba muy sonriente y me dijo: “Yo también tengo mi amor propio. Le ofrecí al hombre de la huerta mis herramientas que son más livianas y el viejo ¿sabes lo que hizo?, me las tiró y siguió con sus armatostes de porquería. Me dio una rabia… ¿y esto no es amor propio?” Y se reía.
Tocaba el órgano muy bien y nos enseñaba los cánticos para la misa. Con mucha paciencia solía decir: “La Chola a veces entona bien, pero otras parece que garrotea una cacerola y ustedes la siguen a ella en vez de a mí”. Todos nos reíamos y disfrutábamos de esas reuniones porque formábamos una familia donde él era nuestro padre, amigo y párroco.
Una de sus frases repetidas era: “Yo soy Bidal, con B de bueno”.
Tenía el hábito del mate amargo, se sentaba en un sillón de la galería junto a una gran pajarera donde tenía canarios, cardenales, jilgueros y toda clase de pájaros. Hablaba con ellos y parecía que le entendían, metía su mano grandota a poner el alimento y los animalitos se le acercaban con confianza.
Un día decidió ir a Colón a visitar a su familia, allí vivían sus hermanas y muchos sobrinos. Mi esposo lo acompañó y yo quedé al cuidado de los pájaros que no me aceptaron. En esa semana de ausencia se murieron tres pájaros. Cuando volvió le dije que no sabía lo que había pasado. Pero me contestó: “No te aflijas, todos vamos por ese camino, claro que a nosotros nos espera el Señor y a ellos la nada”.
Tenía un rosario de cuentas grandes que le había traído a su mamá cuando estuvo en Roma, juntando moneditas lo había podido comprar. A veces lo encontraba dormitando en su sillón y el rosario en el piso. Yo lo levantaba y él me decía: “Cuando el Señor me llame, con este rosario me lo rezás sin llorar y luego te lo llevas de herencia”.
Cuando ya las fuerzas lo fueron abandonando comenzó a pedir al Arzobispo un ayudante. Le enviaron al padre Juan Kemmerer que había sido alumno suyo en el Seminario y que se encontraba un poco enfermo. Renunció como párroco para que lo nombraran al padre Juan y él quedó como auxiliar.
Como ya sus piernas le empezaban a flaquear y le costaba estar de pie mucho tiempo, comenzó a celebrar la misa muy temprano en la mañana. Me dijo: “Yo voy a celebrar la misa sentado y vos vas a repartir la comunión por si viene alguna vieja”. Yo temblaba y le dije que cómo iba a tocar al Señor con mis manos indignas, además era mujer. Eran otros tiempos y las mujeres no teníamos tanta participación como ahora. Él me respondió: “No te asustes que lo que más nos hace pecar es la lengua y no las manos”. Y se sonreía paternalmente.
Por esos días me hizo hablar con el intendente para reservar el lugar donde quería ser sepultado y también redactó el epitafio para su tumba. Ante un escribano hizo un documento donde expresaba que quería ser sepultado en Hasenkamp, pues los Bidal tenían un panteón muy importante en Colón y él sabía que sus familiares querrían llevarlo. Y así fue, pero dado lo que él había dispuesto no pudieron.
Siempre me decía que quería una muerte rápida, porque temía no dar buen ejemplo quejándose. Creo que el padre Juan no se daba cuenta, pero en los últimos días lo noté muy triste. Hablaba seguido de su muerte próxima y decía que ya estaba sentada en el umbral de la puerta. Me indicó todo lo que debía hacer cuando llegara el momento, quién debía vestirlo, qué ropa ponerle, cómo debía ser el velatorio, las tres carpetas que llevaba de la parroquia, su cuenta corriente en el banco, el rosario que debía rezarle, etc.
La última imagen que guardo de él es verlo sentado en su cama. Le había llevado una compota de manzana de la que apenas probó dos bocados y me insistió para que volviera a atender mi casa. Me pidió un espiral, lo rompió y se quedó con un pedacito diciendo que con eso le alcanzaba. Tomó una cruz de su mesa de luz, la besó y me volvió a decir: “Andate y que Dios te bendiga”.
Le obedecí y me fui a mi casa que está junto a la iglesia. A los diez minutos, mi esposo fue a verlo y ya había fallecido, acostado en la cama y con la cruz entre sus manos. Era el jueves 29 de marzo de 1979.
Sus restos se velaron durante dos días y asistieron muchos sacerdotes y varios obispos. El ataúd fue llevado caminando por todo el pueblo que acompañaba a su padre y amigo. Iba rodeado por más de cuarenta chicos de la Asociación Católica. Nunca vi llorar a tantos niños juntos.
Una abierta y sencilla capilla que bien representa su espíritu, lo guardan a la entrada del cementerio en el lugar mismo que él había elegido y donde nunca faltan flores. También está el epitafio que escribió y le habla al visitante:
“Aquí descansan los restos del P. Herminio Bidal esperando la resurrección final. Rece un Ave María por mí”.
Teresa Collaud de Rojas (Chola)