El engrasador
Engrasador era un oficio bastante importante y tenía cierta jerarquía dentro del personal al servicio de una máquina trilladora. Era la segunda autoridad. Junto con el maquinista atendía todo lo referente a la buena marcha del equipo, tanto en maquinaria como humano.
Su labor específica consistía en lubricar, engrasar los movimientos vitales de la máquina y herramientas en general, de allí su denominación. En este oficio anduve, junto a mi padre, en seis campañas o cosechas.
Comencé a los doce años y lo que ganaba servía para comprarme algunos elementos para estudiar. La vida en la campaña de trilla era muy dura. Comprendía desde noviembre a enero o febrero.
La jornada duraba de sol a sol, sólo se suspendía una media hora y a las cuatro, media hora para tomar el mate cocido.
El agua por lo general, de mala calidad, debía beberse caliente, dado que el barril que la proveía, permanecía al sol.
Cuando llegaba el momento de suspender las tareas, a la entrada del sol, sudorosos, llenos de polvo y casullo nos dirigíamos al tacho, del cual se extraía agua con un jarro para higienizarnos, superficialmente. Sólo cuando había algún arroyo en las cercanías se gozaba de un chapuzón, un baño reparador.
Después de tomar unos mates y comer el invariable guiso de la cena, se elegía un lugar para dormir. Esto se hacía al aire libre, tendidos en un poco de paja, o sobre el pie de una parva. Allí teniendo por único techo las estrellas nos entregábamos al sueño, el que no se hacía esperar empujado por el cansancio, hasta que el lucero anunciaba la llegada de un nuevo día.
Durante la campaña de la trilla no se hacían interrupciones. No existía descansos por feriados, sábados o domingos, sólo el 25 de diciembre era de guardar o cuando llovía.
Estos últimos, los días de lluvia, daban lugar a un acontecimiento desusado. Todo el personal solicitaba adelanto de sus jornales, para lo que se expendían vales, es decir órdenes de pago hacia una casa comercial. Luego sin esperar a que amenguara el agua, el grupo partía en demanda del pueblo, realizando largas y penosas caminatas.
El ajetreo permanente, las siestas con su calor agobiante, el ruido monótono de máquina y tractor, hacían mella sobre mi físico, mi resistencia, llegando a poderme el cansancio.
Como una válvula de escape solía sentarme sobre el tractor, desde donde contemplaba toda la actividad. Pasado algún tiempo solía quedarme dormido. Papá que había hecho un mito de su deber, permanecía atento, vigilante. Consideraba una irresponsabilidad, un desprestigio para su organización, que su engrasador y a la vez su hijo, se durmiera en plena tarea. Tomar una vara y golpear con violencia el guardabarro del tractor, era instantáneo, con lo que me hacía sobresaltar.
Advertido por alguno de los obreros, a veces, saltaba ágil como un gamo y me echaba a correr. Sólo esto servía de estímulo para lo que queda de la tarde.
Juan Carmelo Salamone
Texto publicado en su libro “Pataludo y otros recuerdos”