Historia,  Origen

Los Hasenkamp según Lilí

Los hermanos Hasenkamp fueron hombres visionarios, de un enorme coraje, austeros, sencillos y de una profunda fe religiosa con lectura diaria de la Biblia, pues uno de sus ascendientes había sido el traductor de la misma al idioma alemán siendo pastor de la corte de su país.

Don Eduardo se ocupaba de la parte administrativa. Día por medio llegaba al pueblo recién trazado y habitado por muy pocas personas.

Entre estos primeros habitantes estaban Fermín Godoy y Felipa Kramer (mis abuelos maternos), dueños de un pequeño hospedaje y carnicería. Hasta allí traía, Don Eduardo, su caballo de tiro donde los hijos de Don Fermín se ocupaban de desensillar, bañar y darle de comer.

Luego de conversar con el dueño de casa y tomar unos mates que cebaba la hija del dueño, llamada Emiliana (mi madre), salía a recorrer el pueblo con la documentación para hacer los contratos que luego se convertirían en escrituras y a los pobladores en flamantes propietarios.

Por su parte, Don Federico se ocupaba de la ganadería, la agricultura y las demás tareas del establecimiento, además de la fabricación de muebles, utensilios y herramientas. Muchas de estas se pueden observar en el museo 24 de Agosto.

La bondad de los fundadores llegaba a todas las personas que se acercaban a las puertas de su establecimiento. Nadie se iba con las manos vacías y sin haber antes comido y bebido. Según cuentan los nietos de las personas que pasaban llevando tropas, ellos les daban albergue a los arrieros dejando que el ganado pastara en los potreros. Mientras los arrieros descansaban y reponían sus fuerzas, en los altillos del establecimiento se apostaban a dos empleados como vigías para evitar el robo de los animales de mano de los cuatreros y fugitivos que en esa época abundaban.

Los días domingo, muchas personas del pueblo atravesaban el campo caminando y llegaban hasta Los Naranjos a pasar el día. Allí eran recibidas por doña Catalina Talegas, esposa de Don Eduardo, persona enérgica, pero muy amable, y por doña Gertrudis, esposa de Federico, más joven y dedicada al trabajo de la casa y a la crianza de sus hijos.

Al regresar, las visitas siempre se llevaban algunas de las famosas frutas que se cosechaban en la pequeña isla del tajamar de la quinta o frascos de exquisitos dulces que se mantenían depositados en el gran sótano. A fin de año podían ser las masitas de Navidad o las de jugo de higo y miel que aún su nieta Gertrudis continúa haciendo y sus tataranietos siguen degustando.

Los hermanos Hasenkamp fueron muy unidos y pasaron su vejez en paz y armonía. Al fallecer Catalina Talegas, esposa de Don Eduardo, quien no tuvo descendientes y luego Don Federico, llegó desde Alemania su sobrina Joana Hasenkamp para atender a Don Eduardo y permaneció junto a él hasta su muerte. Luego de su fallecimiento quedaron en el establecimiento Gertrudis Hillmers, viuda de Federico y sus hijos Catalina, casada con Ziegler, y el Dr. Germán.

Los Hasenkamp y sus descendientes fueron muy justos con las personas que prestaron sus servicios como peones o como personal doméstico. Todos ellos, al retirarse, tenían sus terrenos y su jubilación. Los primeros empleados de campo jubilados en toda esta zona fueron los que trabajaron en Los Naranjos, pues Germán Hasenkamp y su nieto Eduardo Ziegler hicieron los aportes requeridos para que ellos obtuvieran su merecida jubilación.

Entre estos primeros jubilados estaban Leónidas Ayala o Bogado (capataz Ángel Pesoa, padre adoptivo de Cholita), Andrés Monzón, Francisco Gómez y Carmelo Iglesias. Este último fue un querido peón de patio, muy trabajador y de una fidelidad a toda prueba; fidelidad y afecto que continuó después de jubilado en los descendientes, nietos y bisnietos.

También merece un recuerdo especial Luisa Grandolio de Gómez, criada por los Hasenkamp y que se desempeñara durante muchos años como cocinera de los peones. Además de haber crecido en el establecimiento, crió allí a su numerosa descendencia. El afecto que sentía hacia los fundadores se prolongó también a los nietos de ellos. Eduardo, a quien Doña Luisa le guardaba un pedazo de puchero cocinado al mediodía y que él comía como si fuese un manjar, hasta ahora la recuerda con mucho cariño. Aún viven en el pueblo algunas de sus hijas, Pichona y Olga, sus nietas Tatá, Dora y Marta y numerosos bisnietos y tataranietos.

 

La Navidad

El 24 de diciembre se cenaba a la hora habitual. Más tarde se leían pasajes de la Biblia referente a la fecha, se cantaban canciones religiosas haciendo rondas alrededor del árbol de Navidad donde estaban los obsequios, se brindaba y se comían golosinas y pan dulce.

Además de los dueños de casa, participaban de la fiesta los empleados y los vecinos, como el matrimonio Landra con sus hijos Jorge, Laura, Atilio y Alicia, hoy señora de Iriondo, la más pequeña y también la regalona del Dr. Germán.

La Pascua

Se hacían lecturas religiosas por el jefe de familia. Se compraban huevos de Pascua, liebres y confites de chocolate en forma abundante. Estas golosinas se distribuían muy temprano para que los niños no las vieran por todo el establecimiento, entre los árboles, plantas, planteras, enredaderas, quintas y jardines.

A una hora indicada por los dueños los numerosos invitados buscaban con entusiasmo incentivados por los mayores. Pero con la consigna era de no comerlos sino depositarlos en los recipientes distribuidos en las galerías. Una vez que estaban llenos y terminaba la búsqueda se repartían equitativamente entre los numerosos niños.

Esa práctica era una muestra de equidad, pues las golosinas eran para todos y no se privilegiaba a los dueños de casa ni a los más hábiles para encontrarlos.

Texto de Lilí   (Juana Evangelina Ruiz Moreno de Ziegler)

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