Médicos de pueblo
Allá por los años 40, ir a Hasenkamp era encantador, ¡era ir al pueblo! Para mí tenía una connotación especial: era mi pueblo natal. Se llama así, Hasenkamp como los primeros dueños de la estancia “Los Naranjos”. Ellos donaron los terrenos en los que se enclavaron la estación ferroviaria, y el primer caserío. Fueron los hermanos Eduardo y Federico.
Tuve el gusto de conocer al doctor Germán Hasenkamp y a Lidia, su esposa; “Oncle mene” y “Tante” Lidia; así los llamaba Juan Landra y Marile, mis inolvidables padrinos. Catalina Hasenkamp casose con un primo hermano de mi padre, Mauricio Ziegler, por cuanto las madres de ambos eran hermanas. A Catalina Elena Hasenkamp de Ziegler la conocí siendo yo muy jovencita.
La “Estación”, decíamos cuando nos referíamos al pueblo, que era pequeño, pero grande en afectos y es en los pueblos pequeños donde resaltan y se hacen evidentes, las personas que por su tarea, gravitan en la vida de los pueblerinos, a saber: el juez de paz, el comisario, el director de la escuela, el farmacéutico o boticario, el jefe de la estación… y los médicos, únicos, irrepetibles…Haedo y Brage En Hasenkamp; Castaldo, Rico, Font y Perelstein en María Grande.
Ellos solos en sus consultorios. Los médicos polarizaban a los pacientes, naturalmente, y a causa de ese liderazgo, la gente era de Haedo o de Brage; sin motivo, sin causa… seguía a su médico fielmente, y este era totalmente responsable de la salud de esa gente sencilla y confiada. Sólo ellos conocían sus miserias y sus grandezas.
Se llegaba al médico cuando se habían agotado los conocimientos y la experiencia de la abuela, de la madre y de cuanta tía se acercaba al enfermo; cuando las tisanas o quemadillos eran inocuos, cuando las cataplasmas de lino llenaban la casa con olor a cosecha o trilla y no producían mejora, cuando las ventosas sólo producían moretores, cuando las compresas, los fomentos fríos o calientes, secos o húmedos según el caso en estado febriles o congestiones no curaban.
Nada había dado resultado, tampoco los untos, la bolsita con alcanfor colgada en el cuello, ni los “baños de pies”, los vapores con menta, eucalipto y ruda penetrando los pulmones, la ropa, los tuétanos, dejando al enfermo como si nada se hubiese hecho, ni la untura blanca con su olor característico y penetrante, ni las purgas, ni el horrible aceite de castor o de bacalao que solo producía arcadas capaces de dar vuelta al revés al pobre enfermo.
Cuando las fricciones, los hisopos, los té de yuyos, la medida del empacho, las gárgaras ruidosas eran sólo cosas…entonces sonaba la decisión… ¡a lo del médico! Él, sólo con su intuición, su saber, con su instinto, sin sulfas, ni penicilina, sin vacunas, ayudado por la Providencia de Dios, realizaba curas sorprendentes.
A los exiguos recursos con que contaban los médicos, unían su ternura paternal, su mirada profundamente humana y su mano generosa impuesta siempre, sobre la cabeza del paciente, como transmitiéndole confianza, fuerza, fe. Por lo general recetaban medicamentos que puntualmente preparaba el boticario: tomas, jarabes, comprimidos… hechos especialmente para cada uno.
Los médicos se hacían entender con afecto y cordialidad.
—Esto te va hacer bien, un buen caldo de gallina te mejorará, andá y hacele caso a tu madre. -Una palmada cerraba la entrevista.
El doctor Brage desempeñaba, además, un cargo importante en Hasenkamp, casi místico en aquel lugar y en aquel tiempo. Recuerdo nítidamente… Era un frío y gris-rojizo atardecer de invierno…
El sol ya oculto teñía de todos los tonos rojizos, las nubes que como plumas adornaban el horizonte del lado del poniente. Todo estaba en calma. Un paisano pasó frente a la casa de la abuela. Montaba un pingo negro bien empilchado y llevaba de tiro un bayo enorme, ensillado también. Me pareció el personaje de un cuento, que entraba sigiloso rumbo al centro del poblado. Me quedé mirando el desplazamiento del jinete con dos caballos.
La noche caía fría, negra, húmeda… El sonar de los cascos de caballos, sobre las huellas duras y brillantes del camino, en un rítmico trote, llamó la atención de todos los de la casa. El jinete que había entrado al pueblo, venía saliendo, ahora acompañado. Un hombre encapotado montaba el bayo.
—Ese es Brage, -dijo alguien.
—Y, es médico de policía…
—Algún parto difícil, o talvez una pelea en el monte… algún muerto.
—Vaya uno a saber.
El grupo se alejó al trote. La noche se los tragó con su misterio de sombras y de incógnitas.
Los médicos de los pueblos eran sensibles, queridos y respetados, entregados por entero a aliviar a la gente que, agradecida, les solía pagar también con una gallina, alguna liebre, queso, huevos, fidelidad y amor.
A estos hombres de bien, de quienes alguna vez dependió mi vida, mi reconocimiento y mi gratitud. Yo también supe de su ciencia, de su afecto.
No los olvido doctores José Brage Villar y Julio Haedo.
Texto de Amalia Celia Troncoso de Scatena
“Evocaciones de una maestra entrerriana”, pag. 43 – 45,
Edit. de Entre Ríos, Paraná, 2003.
Un comentario
Diego Brage (h)
Muy interesante nota con una bella redaccion.