Mis días en Villa Hasenkamp
Hace aproximadamente 43 años, mi padre trabajaba en un banco del interior y, por motivos laborales, tuvimos que irnos de la ciudad de Rosario del Tala, provincia de Entre Ríos, Argentina, hacia un destino en un pueblo desconocido, llamado Villa Hasenkamp, al norte del Departamento Paraná, en el límite con el Departamento La Paz. Hacia allí salimos con mi madre y dos hermanos en colectivo, a la madrugada, por caminos polvorientos de zonas rurales, rodeados de montes bajos de espinillo. Finalmente, llegamos a esa villa de destino, que se constituiría en el hermoso escenario de mi primera infancia.
Villa Hasenkamp era una colonia de laboriosos alemanes dedicados a la agricultura. Una villa de pocas casas bajas. La que habitábamos daba a una amplia avenida y a las vías del ferrocarril. En ese entonces se usaban las locomotoras a carbón y era una delicia ver sus maniobras para cambiar de vías, cargar agua y el sonido de su pitar, transportando cereales y pasajeros que iban de un pueblo a otro. Más allá de la estación sólo había campos y estancias.
La leche la íbamos a buscar los niños a una estancia en frente de casa. Allí esperábamos que la sacaran al pie de la vaca y luego la transportábamos cruzando las vías y el campo por un sendero en una lecherita enlozada. Al ponerla en el café decíamos que la leche tenía “ojos”. Así se llamaba a la gordura de la misma.
En el fondo de mi casa había un horno de ladrillos unidos por barro donde se hacía el pan casero, que era delicioso. Debajo del mismo se colocaban las gallinas que se criaban a campo abierto. También criábamos chivos y chanchos. Y allí también mi padre cultivaba una huerta.
Personajes locales, los sapucais y la temible “Solapa”
Era hermoso ver cuando los arrieros, vestidos con ropas típicas y al grito de sapucais (grito típico de los gauchos del nordeste argentino), transportaban ganado de un pueblo a otro. Pero lo más lindo era el llamado de la siesta, sagrada en esos lugares. Según la leyenda, la solapa era una mujer que aparecía en los árboles, sin cabeza, y que se llevaba a los niños que no dormían la siesta. Aparecía cuando cantaban los palomos.
Un poco más allá vivía la “matrona” en un rancho. Se ocupaba de curar el empacho y de juntar hierbas sanadoras, como la escoba dura y otras especies para distintas afecciones. Su esposo, “Don Chencho”, se dedicaba a las tareas rurales y, cuando llegaba la Navidad o el Año Nuevo, era el baqueano que mataba los corderos o chanchos que habíamos criado allí.
Cooperativa Agrícola, los colonos y su trabajo
Al lado de mi casa estaba la Cooperativa Agrícola de Villa Hasenkamp, un lugar donde veía llegar a los colonos con sus mujeres vestidas generalmente de negro y en carros a los que llamábamos carros rusos, de color rojo y verde generalmente. Los caballos eran percherones y tenían las anteojeras para el sol. Eran dos o cuatro que tiraban del carro con freno en un lateral que accionaba con el pie.
Allí traían huevos, crema de campo, manteca, quesos, y dulces que ellos mismos elaboraban y luego vendían. También traían bolsas con cereales desde sus parcelas. Yo, allí sentado, miraba con detenimiento y escuchaba. Las mujeres no participaban del negocio. Ellas esperaban a su patrón en el carro, hasta que este cambiaba o compraba elementos para llevar a su hogar. El idioma que hablaban se percibía como dificilísimo de comprender. Era el alemán, al que luego mi oído se fue acostumbrando.
Cuando llegaba el día de los muertos, estas colonias hacían sus viajes hacia los lugares en que se encontraban sus deudos. A veces había tumbas al costado del camino. Venían vestidos con el luto que se respetaba y a lo lejos se sentía el ruido de sus carros en el silencio de la siesta.
Una infancia en el campo
Debo recordar además que el pan, la leche y la carne eran traídos a caballo. Aún me parece estar viendo cuando el carnicero, una persona joven, venía en su caballo chapaleando en el barro y le pedíamos que hiciera que el equino se levantara en dos patas, para ver lo que hacían los ídolos de ese entonces, como Red Rider, Roy Roger y otros de las revistas que leíamos a la siesta o en verano, y las que coleccionábamos en una habitación en forma ordenada y luego cambiábamos por otras con los vecinos.
No me puedo olvidar tampoco de cuando íbamos a jugar al fútbol. Dejábamos los pulóveres formando el arco y jugábamos. Algunos niños andaban descalzos. Cuando discutíamos, el que había traído la pelota decía: “¡Ah, entonces si no fue foul, me llevo la pelota y ya está”! Los otros no tenían más remedio que decir que sí había sido foul para poder seguir.
A veces, en el bar de la esquina, llegaba alguna película en blanco y negro, generalmente cortada, entonces, se armaba en la cancha de paletilla vasca un improvisado cine con las sillas de madera del bar y allí iba la gente a distraerse.
Era un encanto ver y escuchar el molino que nos daba agua, cómo chirriaba en los días de tormenta, en los que había que ponerle el freno porque sino era peligroso que se rompieran las aspas.
En las vacaciones íbamos a lo del tío José, que tenía un campo en Mojones Norte, Departamento Villaguay. Se dedicaba al almacén de ramos generales, tenía muchas habitaciones y no era de faltar el fogón, donde se reunían de mañana frente a la cocina a leña a tomar mate antes de empezar la faena. Allí se vendía de todo: alpargatas, galletas, golosinas, fideos, yerba, azúcar (esa que venía en terrones), pastillas de menta y eucalipto. A la noche, los paisanos se reunían a jugar un truco y beber algunos tragos.
En el medio del patio había un molinillo a viento. ¿Se acuerdan de éstos? Daban energía a las baterías, para poder escuchar la radio. Más allá estaba la bomba sapo, con su manija que había que subir y bajar para lograr sacar agua.
Pero lo más lindo, era internarse en el monte cuando había llovido y pescar ranas o ver cómo los caseritos, tijeretas, calandrias, cardenales rojos y amarillos, picapalos y palomitas de la virgen, las distintas especies de pájaros salían de las ramas de los árboles para empezar a volar luego de la lluvia.
Especialmente debo recordar cómo los días de llovizna tupida, se hacían gotas en los alambrados y quedaban allí hasta caer. A lo lejos se veía a los caballos que pastaban con las crines al viento.
por Jorge Hugo Manfuert
Publicado en Deutsche Welle (DW) – 2008
Un comentario
Ana
Hermoso relato recuerdo que mi papa supo contar muchos anécdotas el supo tener una panaderia quizás la recuerdes se llamaba San Carlos de Juan Salvador Bordan la recordas?!